Organizada por la Asociación Argentina de Bioética Jurídica, conjuntamente con la Asociación de Magistrados y Funcionarios del Departamento Judicial La Plata y el Colegio de Abogados de La Plata. Realizada el 9 de setiembre de 2016 en el Salón Auditorio del Colegio de Abogados de La Plata.
Bioética y Derechos Humanos. Introducción
Eduardo Luis Tinant (1)
Estimados colegas y amigos, tengan ustedes muy buenas tardes.
El Instituto InternacionaI de Derechos Humanos para las Américas propone la sanción del primer Código de Derechos Humanos por parte de todos los países de América. El mismo, pensado a nivel global, constituye “un sistema que procura poner en marcha los derechos declarados de los que muy pocos disfrutan". A sus elevados propósitos ha de referirse luego, su autor, Dr. Daniel E. Herrendorf.
El código proyectado contempla igualmente un Libro (el Vigésimo Octavo), dedicado a la Bioética. No es casual, dada la estrecha relación existente entre la Bioética y los Derechos Humanos, que propició asimismo la creación de un Consejo de Bioética, que tengo el honor de presidir, en el seno del propio Instituto.
Se establecen de tal modo, como “deberes insoslayables del Estado en torno a la Bioética”, tener presente en su tarea legislativa, ejecutiva, judicial y administrativa en general, las cuestiones éticas relacionadas con la medicina, las ciencias de la vida y las tecnologías conexas aplicadas a los seres humanos, teniendo en cuenta sus dimensiones sociales, jurídicas y ambientales (art. 645).
Definición ésta que guarda relación con la pronunciada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura –UNESCO- en su Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos sancionada en octubre de 2005, y a la que remite el propio código (art. 645, inc. 3).
Igualmente, es deber estatal “prever que sus políticas en torno a la bioética jurídica consideren las decisiones y prácticas de individuos, grupos, comunidades, instituciones y empresas, públicas y privadas” (id., inc. 2°).
El Código proyectado recepciona expresamente así la Bioética jurídica. Como venimos sosteniendo desde hace más de una década, la bioética jurídica es “la rama de la bioética que se ocupa de la regulación normativa y las proyecciones y aplicaciones jurídicas de la problemática bioética -las cuestiones éticas relacionadas con la medicina, las ciencias de la vida y las tecnologías conexas aplicadas a los seres humanos, teniendo en cuenta sus dimensiones sociales, jurídicas y ambientales-, constituyendo asimismo una reflexión crítica sobre las crecientes y fecundas relaciones entre la bioética y el derecho, a escala nacional, regional e internacional”.
Luego, con referencia a los principios generales y obligatorios de la Bioética, el artículo 647 señala: “Se respetará plenamente la dignidad humana, los derechos humanos y las libertades fundamentales. Los intereses y el bienestar de las personas tendrán prioridad con respecto al interés exclusivo de la ciencia o la sociedad”. Acorde, agregamos, al principio Pro Persona formulado al comienzo del ordenamiento.
Bioética y dignidad de la persona, bioética y derechos humanos, de tal manera, son pilares de la magna obra elaborada. Algunas breves reflexiones al respecto.
Bioética y dignidad de la persona. En el plano de los principios, dos grandes posturas se enfrentan en torno a la noción misma de dignidad de la persona humana. a) la dignidad se deriva de la autonomía personal y por tanto está condicionada, reducida, al ejercicio de la autonomía. b) la dignidad deriva del mismo hecho de ser humano, es ontológica (o libertad ontológica, incorporando el elemento dinámico de la libertad), y por tanto es inherente a todo ser humano, ya sea que pueda ejercer o no una autonomía personal.
Suelen plantearse así como tesis antagónicas:
Dignidad intrínseca: la persona como fin en sí mismo.
Su representante cabal, la ética kantiana, una ética de imperativos. Los imperativos son fórmulas de la determinación de una acción según el principio de buena voluntad, aquella que adecua su actuar al deber por el deber. Si la acción es buena como medio, el imperativo es hipotético, si es buena en sí misma es categórico. De esta forma, Kant reconoce que existe un imperativo categórico que puede ser formulado de varias maneras (cuatro). Una de sus formulaciones es: “obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio”. Kant, al sostener esta formulación del imperativo categórico, está dotando de dignidad a toda la humanidad, por el hecho de ser seres racionales (es decir libres).
Dignidad material: los derechos como conquista histórica.
Bien puede citarse al respecto la teoría de reconocimiento, propuesta por el filósofo alemán Axel Honneth (Reconocimiento y menosprecio), cual una teoría ético-jurídica-política heredera de la filosofía hegeliana del reconocimiento. Considera los problemas en su propia historicidad y, por lo mismo, va más allá del respeto de la dignidad humana, en términos formales como en Kant. Nos alienta a considerar los problemas éticos en su materialidad, en su historicidad, es decir, en toda su dimensión política y social. Una lucha por el reconocimiento, combate el menosprecio (en términos de Honneth). El menosprecio puede manifestarse en tres niveles: la agresión, la desposesión de derechos y la exclusión social; a estas humillaciones se le oponen: el amor, el derecho y la solidaridad entendida como valoración social. Como consecuencia, en el ideario honnethiano, los derechos sociales no están fundamentados en una intrínseca dignidad humana, sino que en los logros históricos; los derechos sociales son conquistas históricas.
¿Oposición o complementación?
Nos preguntamos: ¿Son verdaderamente incompatibles tales postulados? ¿No es viable una complementación entre ambos? En tal caso, dignidad intrínseca que es reconocida, que pone de relieve la lucha histórica, cada vez que aquélla es amenazada. Tema, central sin duda, que exige y merece renovadas meditaciones. No es éste el lugar y el momento, para ello. Seguramente aflorarán en el debate parlamentario y de la sociedad en su conjunto a la hora de examinar y, llegado el caso, enriquecer el proyecto.
Bioética y derechos humanos.
El capítulo del nuevo Código civil y comercial argentino dedicado a los derechos personalísimos (arts. 51 a 61), comienza declarando el reconocimiento y respeto de la dignidad. Todos los derechos de la personalidad derivan y se fundan en la noción de dignidad. Por primera vez, se introduce esta palabra en un código argentino. Esto implica un cambio de concepción y paradigma. Considera así a la dignidad como la fuente, el fundamento y el sustrato, en el que se asientan y de la que derivan todos los derechos humanos. Es precisamente la conexión de un derecho con la dignidad humana la que lo convierte en derecho fundamental.
Se aprecia cabalmente tal dualismo cuando la dignidad humana, en su rol de fundamento del orden jurídico, y aun funcionando a través de otros principios, alcanza específica realización (concreción jurídica) en los derechos humanos correspondientes. La dignidad humana es asimismo fundamento, presupuesto central, de los derechos humanos. Tanto es así que sin la idea de “dignidad de la persona humana” es inconcebible la noción misma de “derechos humanos”.
A nuestro juicio, a lo largo de las disposiciones (688 artículos) del Código de Derechos Humanos que aquí se presenta, es dable encontrar análogo dualismo fundacional: A) Las concreciones (concretum). Se trata de las singularizaciones del proyecto: los derechos humanos; B) Los principios (principium). Se trata de los principios universales que rigen todo lo concreto: la dignidad y la libertad de la persona humana.
Damos pues la bienvenida y la palabra a su autor, Dr. Daniel E. Herrendorf.
¡Muchas gracias!
Hacia un Código de Derechos Humanos
Daniel E. Herrendorf (2)
Quisiera estar tarde conversar, no con todos ustedes, porque “todos” es una abstracción, sino con cada uno de ustedes, pues cada uno es alguien peculiar, singular y único.
La presentación de un Código de Derechos Humanos exige un ejercicio de justificación intelectual, seguramente histórico, pues no existen precedentes sobre códigos de igual contenido.
A reserva de que la Organización de las Naciones Unidas recomiende la sanción de textos normativos de esta naturaleza, el hecho de nunca hubiere sucedido requiere este ejercicio dialéctico de justificación, que les propongo que hagamos juntos.
El texto que promueve el Capítulo para las Américas del Instituto Internacional de Derechos Humanos que tengo el honor de presidir en nuestro continente, está disponible en el “Tratado Internacional de Derechos Humanos” editado en 2014.
Las causas que motivaron la elaboración de este texto normativo son el pragmatismo, el realismo jurídico y la necesidad de un definitivo aterrizaje de los Derechos Humanos, pues es cada vez más abismal la distancia que separa los derechos declarados del descontrolado sufrimiento humano cotidiano.
¿Por qué seguir sintiendo cada mañana que somos cada día más injustos, más indiferentes, más atérmicos, mientras observamos sin actuar la distancia patética que separa las normas del dolor humano?
Esa distancia denuncia un error: algo hemos hecho mal en el curso de nuestra militancia humanitaria para que el progreso ético sea inhallable. No fuimos precisos. Nos detuvimos en entretenimientos intelectuales: grandes declaraciones, tratados prosódicos, congresos ilustres, mientras la miseria crece en los pueblos del mundo como crece la maleza en tierra descuidada. Heredamos el Planeta, pero no hemos sabido cuidar este jardín. Hemos sido el jardinero infiel, que sólo cuida su rosa predilecta y deja morir las especies que no aprecia.
Nuestro amor por las palabras y los conceptos puros nos ha llevado a encerrarnos en discursos. La realidad, mientras tanto, se encarga de hacer infeliz a la mayor parte de los habitantes de la Tierra.
La historia de los Derechos Humanos los muestra como un ejercicio casi literario y nada más. Hay precedentes muy antiguos del derecho de gentes, incluso en algunas instituciones de la antigüedad clásica griega como la “Graphé Paranomon” –el primer precedente de la declaratoria de inconstitucionalidad-, o el “Habeas Corpus” del derecho romano que conocemos porque incorporamos a nuestro derecho americano.
De todos modos haremos un corte en la modernidad con el documento que se considera, en general, el modelo de las declaraciones posteriores e incluso de las actuales: La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea Francesa de 1789.
Esa Declaración produjo un debate que podría suscitarse hoy mismo respecto de cualquier Convención sobre Derechos Humanos. El británico Edmund Burke publicó su famosa obra “Reflexiones sobre la Revolución Francesa” en 1790, donde, básicamente, hace una distinción desafiante: la “libertad declarada” y “el uso de la libertad”.
Ya Burke –un poco ácidamente- denunciaba que los franceses amaban declarar derechos que nadie podía practicar mientras los británicos preferían poner en marcha los derechos y declararlos después, o no declararlos nunca.
No nos importa aquí el debate entre franceses y británicos, cuya relación se dilata en guerras, debates estériles y siglos de presuntuosa competencia. Sí es interesante la distinción que Burke hace entre la libertad y su ejercicio, es decir, el concepto declarado y la realidad de su práctica.
Es sencillo comprender la diferencia. Piensen ustedes en la distancia que hay entre el concepto de manzana y una manzana. Sin duda necesitamos el concepto para diferencia una manzana de una pelota, por ejemplo, pero no nos podemos comer el concepto del mismo modo en que podemos comer una manzana. Con la libertad ocurre lo mismo: su concepto puede ser declarado muchas veces, pero su práctica sólo puede ser vivida por hombres en verdad libres.
Es interesante pensar en los derechos humanos como una serie de prácticas reales, y no un conjunto de declaraciones solemnes. Y sin embargo, hasta ahora sólo hemos logrado amontonar Convenciones que son letra muerta junto con una caterva imperecedera de mucho sufrimiento humano.
Burke pareció ser asistido por la verdad: la revolución francesa pasó por la guillotina a la revolución francesa y terminó en la larga autocracia de Napoleón Bonaparte desde el 1800. La libertad declarada se convirtió, en apenas una década, en un bonito ejercicio literario.
Sin duda las obras de Rousseau, de Voltaire, de Diderot, de Montesquieu nos resultan literariamente muy atractivas en comparación con las agrias imprecaciones de Burke o de cualesquiera de los críticos de la revolución conocidos como “los reaccionarios”. Y sin embargo no deja de ser cierto que todo ese bello ejercicio doctrinario francés fue contradicho por la realidad sin ninguna compasión.
La literatura vasta y generosa sobre Derecho de Gentes, beneficios de la Libertad y posteriormente Derechos Humanos parece ser sólo eso: literatura.
Por su calidad literaria e incluso filosófica, las obras de Karl Marx, Rosa Luxemburgo, Lenin o Trotski parecen definir un universo ideal. El mismo curso, y sin contenido ideológico, ha seguido la larga lista de Convenciones y Pactos internacionales sobre Derechos Humanos: son obras para la memoria literaria y nada más.
Si hoy leemos el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, o el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales –que ya registran casi medio siglo de lúcida vigencia- obtendremos un sabor extraño: el de la irrealidad. Ninguna relación hay entre esos textos de vigencia universal con la miseria indescriptible, los millones de desplazados, la devastación de recursos naturales o la transa de personas.
Aquel acontecimiento histórico –el de la revolución francesa dotada de grandes textos y una realidad cruel que los contradice- se repite así innumerable cantidad de veces, y lo mencionamos sólo como un ejemplo clásico de la distancia espeluznante que hay entre las intenciones y los hechos.
La Revolución Puritana o la Declaración de Virginia de 1776 son acontecimiento parecidos después de los cuales las sociedades quedan como el negro que escucha el sermón: con la cabeza caliente y los pies fríos.
Sin embargo, una rara ilusión positivista y acaso barrocamente intelectualista, nos hace depositar la fe en normas: normas, es decir, literatura con presunción de obligatoria. La lectura de todas las Convenciones de Derechos Humanos con vigencia universal actual es mucho más aburrida que la lectura de la “Utopía” de Thomas Moro; y sin embargo no hay ninguna diferencia. El libro“Utopía” y las normas internacionales tienen idéntico propósito: describir un universo que no existe y no existirá. Utopía es una palabra griega que literalmente significa “no hay tal lugar”.
Desdichada o felizmente nos mueve la esperanza, y le creemos a las convenciones su buena fe.
Pero si la libertad es su ejercicio, el desafío no es seguir declarando derechos, ni mucho menos mejorar los declarados. Se trata ahora de poner en marcha esos derechos. La pregunta es cómo.
Al parecer son los Estados, con sus jueces y sus administradores ejecutivos, quienes ponen en marcha los derechos. No nos rigen tratados internacionales: al fin del día lo que los jueces han resuelto y los administradores han distribuido se ciñe estrictamente a las exigencias del derecho interno.
Es doloroso pensar en el fracaso del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Pero más doloroso es vivir en su ficción mientras asistimos al espectáculo miserable de una padecimiento humano sin precedentes.
A diferencia de sus predecesores, el siglo XXI tiene conciencia de sí mismo. Hoy sabemos que sólo el 20 por ciento de la humanidad se alimenta, trabaja, se cura y se educa. También somos conscientes de las violencias que distribuimos, de la discriminación que ejercemos y qué categoría de personas elegimos despreciar, eventualmente porque sí.
Probablemente sea éste un buen momento para regresar a lo básico y dotar a los Estados de instrumentos reales para la puesta en marcha de Derechos Fundamentales.
Es ése el propósito de un Código de Derechos Humanos. La historia nos muestra que respetamos nuestros códigos civiles y penales, pero no las Convenciones internacionales. Los jueces aplican derecho interno antes que derecho convencional, aunque la delicada Convención de Viena le otorgue al derecho de los tratados aplicabilidad inmediata, libre de reglamentaciones e interpretaciones.
Los administradores públicos diseñan sus políticas sobre la base de la ley interna, nunca sobre las exigencias del derecho internacional.
Daré dos ejemplos argentinos muy inmediatos: el Ombudsman –o Defensor del Pueblo- y el Defensor de los Niños. Por imperio de diversos tratados internacionales hemos creado legalmente esos institutos. El último Ombudsman renunció hace una década y los gobiernos no han demostrado ningún interés por designar un sucesor –de hecho no lo han designado-, y la institución del Defensor del Niño está creada pero nunca se designó a su titular. ¿Cumplió la Argentina formalmente con el derecho internacional? Por supuesto que sí. ¿Existen en la práctica las instituciones creadas? Claro que no. Como decían los inmigrantes italianos del siglo pasado, para qué quiero la foto si la novia está en Italia.
El proyecto de Código de Derechos Humanos que hemos redactado recopila todos los derechos internacionalmente declarados y busca, en cada caso, un modo de ponerlos en marcha. Ya sean civiles, políticos, económicos, sociales, culturales, laborales, medio-ambientales, o derivados de las nuevas tecnologías, el Código intenta reglamentarlos a todos y poner esa herramienta en las manos de los administradores públicos, los jueces y los ciudadanos.
La eventual sanción de dicho Código podría obrar una suerte de cambio de paradigma. Al tratarse de derecho interno, el Estado se vería apremiado y estimulado por su propia norma. Se trata de un nuevo contrato social, o de un formato más real para el contrato antiguo.
El Código insiste en la municipalización territorial de todo poder político, pues las comunas y municipios son las formas más reales y cercanas de distribución de derechos. En las formas más básicas del territorio está la vida con toda su dicha y todo su dolor: nuestra singular vida cotidiana no sólo transcurre en el universo, sino en un barrio que puede tener agua potable o no tenerla. De nada nos sirve el admirable progreso médico que puede conseguirse a 10 mil kilómetros de distancia o invirtiendo 50 mil dólares: si debemos curarnos ha de ser en el hospital público del barrio, y ese centro médico nos prodigará toda la dicha o toda la desdicha.
Schumacher tuvo la inteligencia de dar con dos conceptos que debemos recuperar: “lo pequeño es hermoso”, y “una economía como si la gente importara”. Probablemente debamos regresar a esos conceptos sencillos, pues la universalización ha sido vivida como un derroche de esperanzas mal direccionadas. Podemos tener preocupaciones universales, pero nadie puede vivir sobre todo el Universo.
El trabajo nunca será un derecho si los Estados no son proactivos en ayudar a los desempleados a dar con un trabajo digno. Si estamos organizados como sociedad, debe ser para algo. Son mucho más reales los gremios, los sindicatos, las sociedades mutuales o las cooperativas que los tratados sobre derechos de los trabajadores.
Ya Tomas Moro escribió en su mencionada “Utopía” que quien no puede administrar la conducta de los ciudadanos sino surprimiéndoles las comodidades de la vida, debe confesar que no sabe gobernar a hombres libres.
En la misma línea, podríamos seguir enumerando padecimientos que en el derecho internacional público parecen estar resueltos.
Tal vez sancionamos grandes tratados para sosegar la culpa moral de no haber resuelto problemas básicos. Hay paradojas que son difíciles de ignorar. Europa, el continente que hace gala de la más alta cultura política en el planeta, nos prodigó las dos únicas guerras mundiales que hemos conocido. Las experiencia del nazismo, el fascismo y el franquismo –que aún cosechan muchísimos adeptos- son reales. Me cuesta mucho decirlo, pero un campo de concentración o una villa miseria son reales, una convención internacional no tanto, no en el mismo sentido.
La literatura jurídica debe estar acompañada por actividad humanitaria. De ningún modo debemos decir que todo ha sido inútil: en todo caso la inflación normativa sirve para marcar un camino, como si hubiéramos trazado el plan de una obra magnífica que nadie ejecutó.
El mundo se tropieza cada tanto consigo mismo. Durante dos décadas se hicieron inútiles cumbres sobre el clima. Celebrados los acuerdos, seguimos contaminando el universo sin parar. Entonces ocurren las sequías, los tsunamis, los huracanes, las temperaturas
insoportables. Y volvemos a empezar.
Las soluciones están en las prácticas adecuadas y –lo decimos una vez más- estamos acostumbrados a que la buena práctica sea impuesta o resuelta por una ley interna. Sin duda obedeceríamos con más miramiento a un Código de Derechos Humanos que a una Convención Internacional. Los jueces dicen conocer el derecho de los tratados, pero aplican en general la ley interna. Y la administración pública no actuó nunca obligada por tratados: sí, en cambio, sigue los dictados de la ley.
Un Código de Derechos Humanos puede tener incluso un carácter pedagógico aún inexplorado. Las personas exigen sus derechos sólo cuando saben que los tienen.
La forma de nuestra inteligencia es el tiempo, línea angostísima que sólo nos muestra las cosas una por una. Por esfuerzos que hagamos, no podemos comprender el universo y su vasta lógica. Por esfuerzos que hagamos, no podemos inteligir todos los documentos universales sobre la dignidad y los beneficios de la libertad, y mucho menos ponerlos en práctica. Por esfuerzos que hagamos, no podemos convertir la literatura libertaria –por normativa y obligatoria que sea- en un acierto sin realidad, porque la realidad es la única forma delacierto.
Es curioso que la historia de la dignidad pretenda estar resumida en literatura imperativa, con presunción de obligatoria, que llamamos tratados y convenciones. Ese vano y vago espíritu universalista nos queda tan grande que olvidamos los ardores y pesares de la persona individual, que vive como puede una vida sencilla, singular, normalmente humilde.
El iluminismo, el racionalismo, el cientificismo, no son sólo momentos de la historia: son también impulsos frecuentes del espíritu humano. En todas las épocas de la humanidad se habló del progreso como si el progreso fuera cierto. Tendemos a creer que el día de mañana será mejor simplemente porque viene después del día de hoy. Esa mentira iluminista conlleva el riesgo de la frustración. Es muy posible que sea cierta la idea del progreso en las ciencias duras, pero no lo es en las ciencias humanas y en la vida social.
Los avances tecnológicos y de la ciencia médica son tan impresionantes que no podemos creer que la conciencia histórica de la humanidad no progrese a la par. La vida es cada vez más larga, más sofisticada y –a su manera- más miserable: contaminamos el agua que nosotros mismos habremos de beber, despreciamos al prójimo del cual esperamos auxilio y ayuda, pagamos los mismos salarios indignos que recibiremos mañana, y preferimos el ejercicio pertinaz de la rumiación de los problemas ante la alternativa de una benevolencia social útil y organizada.
La tecnología, con sus avances impresionantes, nos hipnotiza. Suponemos que a su conjuro la vida será automáticamente más razonable y más justa. El microchip, ese dios moderno, carga con la expectativa de realizar el renacimiento humanitario que nosotros no sabemos impulsar.
En realidad parece ser al revés: Ya Bertrand Russell sostenía que los grandes avances tecnológicos hunden los sistemas éticos de las sociedades. El entrenado aviador solitario suelta la bomba atómica en Hiroshima presionando justo a tiempo un solo botón. Su precisión quirúrgica en el disparo es tal que acaba con decena de miles de vidas en un solo acto. Y puede hacerlo porque su inteligencia tecnológica es altísima, pero su inteligencia ética es inexistente.
Lo mismo ocurre hoy con la distribución desigual de la muerte y la vida indigna. Conocemos el Universo y sabemos de sus recursos. Sabemos que el mundo produce alimentos para 10 mundos, sabemos dónde está el agua potable, sabemos cómo curar las infecciones, sabemos resignarnos a celebrar la paz. Y sin embargo sólo se alimenta el 20 por ciento de la humanidad, el agua dulce se nos va entre los dedos a fuerza del cambio climático, una mínima porción de la población mundial tiene acceso a la medicina y libramos guerras con una facilidad precámbrica.
Somos como el aviador de Hiroshima: tenemos inteligencia técnica para comprender los procesos, pero nuestra inteligencia ética está quebrada. Nos preocupa la pobreza pero no los pobres, nos acercamos al problema de la miseria pero no a los miserables; nos preocupa el cambio climático pero gastamos centenares de litros de agua potable para lavar automóviles y hasta regamos las aceras.
Nuestra conciencia es galileica: defendemos la pureza de los conceptos y nos despreocupa la realidad. Esa misma denuncia hicieron Forsthoff y García-Pelayo cuando describieron el Estado de Procuración Existencial: ellos definieron un Estado que se preocupa por los individuos y no por los conceptos; un Estado que hace cosas y especula poco o nada; un Estado de gestión existencial destinado a terminar con la menesterosidad de la vida.
Allí está todo el problema: la precariedad de la existencia es fruto de la vida menesterosa. Cuando vivimos una vida sin contención alguna, todo el universo parece perder sentido y nos domina la orfandad espiritual. Los desplazados actuales –aquellos a quienes el Papa Francisco llama con cruel acierto los descartados, los desechables- son el epítome de la vida menesterosa. Ellos ya lo han perdido todo. Por eso no los queremos ni ver, no queremos siquiera saber que existen. Los europeos han recibido 2 millones de desplazados y van por recibir 5 millones más que están rodeando sus fronteras con desesperación; a la saga de impulsos xenofóbicos que los europeos hacen de memoria, ya no saben cómo despreciarlos mejor. Quieren revolearlos por el mundo entero repartiéndolos entre distintas naciones como si fueran cosas y sin ninguna consideración de empatía cultural, social o religiosa. Simplemente, hay que sacárselos de encima.
La simple existencia de los descartados pone todo el sistema constitucional entre paréntesis, lo conmueve, derrumba el paradigma y pone en duda la solidez de las instituciones.
Una vez más aparece nuestro verdadero ser: un personaje egoísta, mezquino, atérmico, incapaz de ser solidario, de abrir los brazos o tender las manos. La solidaridad internacional que exigen los tratados también es una forma de decir: jamás seríamos tan buenos si no nos obligaran.
El Código de Derechos Humanos apunta en la dirección de la procuración de la existencia. Hay que reducir el territorio de las preocupaciones básicas. Seguramente un hombre o una mujer de normal condición desconozcan el último tratado que ha celebrado su Nación, pero saben muy bien qué comen sus hijos en la escuela y en qué estado están las aceras de su barrio.
A ese ámbito – el espacio concreto de la procuración individual de la existencia- hay que dirigir la mirada humanitaria. Probablemente haya que empezar con las escuelas públicas, que son el primer ámbito de contacto entre el individuo y la prestación social. En ese ámbito hay que procurar que las familias encuentren una verdadera contención. La escuela pública debe recibir gratuitamente a los niños desde los 2 años, sanarlos, educarlos, alimentarlos; debe haber un seguimiento de la evolución y el crecimiento de cada niño, proveer a su educación física y mental, subsidiar su educación universitaria y procurarle un empleo privado en la edad adecuada.
Es muy difícil que una sociedad que cuenta con centros escolares de contención real se sienta tentada por la criminalidad, el alcoholismo o cualquier forma de la desmesura. La gente vive como puede, y las condiciones de la existencia las establece la sociedad.
Somos nosotros -estudiantes, alumnos, trabajadores, intelectuales-quienes delineamos los contornos de la ética social. No hay un Gran Otro que piense por nosotros. No nos imponen ser honorables o ser unos degenerados. Ésas son elecciones éticas que hacemos nosotros cada día.Elegimos cómo comportarnos. El Gran Hermano, en todo caso, nos vigila, pero no nos impide ser generosos. La ética no está prohibida en ningún sistema político del mundo.
Es curiosa la sed de espiritualidad que exhibe el mundo contemporáneo. Como si el dios nietzscheano se hubiera muerto de veras, el mundo busca en todas partes y en cualquier parte una justificación para la existencia. La angustia de la vida está en todos lados, y no nos privamos de generar dolores adicionales, como el hambre o la guerra. Sorprende el éxito que tienen los caminos se presunción espiritual, como el budismo, el yoga, la meditación, los cultos nuevos, los fanatismos religiosos. No sabemos dónde buscar consuelo.
El consuelo, el sosiego, la calma, suele estar en el otro y en el vínculo con el otro. No en lo que nos da, sino en lo que compartimos. Cuando ejercemos la benevolencia, la justicia, la cortesía, nos sentimos mejores personas. Un alma bien equipada suele desear el bienestar del prójimo, que quiere decir el próximo, el que nos queda cerca; y lo hace por una razón muy adecuada: el próximo en ser el prójimo podemos ser nosotros mismos. Nada nos salva para siempre de precisar la mirada humanitaria de los demás.
Podemos dar esos pequeños pasos. No podemos obligar al Estado a ser sensato –los Estados son insensatos por naturaleza- pero sí podemos organizarnos con sensatez. Para dar ejemplos sencillos, organizar una cooperadora escolar, una cooperativa de trabajo o una mutual de servicios barriales son tareas sencillas en las que no nos involucramos porque no queremos.
Al proponer la sanción de un Código de Derechos Humanos intentamos estimular esos actos sencillos. Todas las grandes tareas heroicas y elegíacas comenzaron con actos simples. Sancionar dicho Código no es un objetivo; ninguna norma puede ser un objetivo. El propósito es hacer aterrizar los grandes principios universales de defensa de los derechos humanos a la realidad más llana, más vulgar, y ver finalmente a las personas disfrutar de su propia dignidad.
No hay en el Código nada realmente nuevo, no hay conceptos que no hayamos escuchado nunca antes. Tal vez el sistema de cooperación está organizado de otro modo: de una manera más real, un modo posible, efectivo. Ya conocemos el universo; ya se han pensado todas las cosas; todas las grandes ideas fueron pensadas por algún griego, todas las grandes obras fueron ejecutadas por algún romano. Como quería el Eclesiastés, son todas vanidades y nada hay nuevo bajo el cielo que sea digno de admiración. Pero podemos organizar los mismos astros de otro modo, darle un nuevo valor a los naipes, barajar, y jugar un juego más divertido, un juego al que podamos jugar todos.
Pues si para todos no hay asiento en el banquete de la vida es porque otros ocupan de la mesa demasiado lugar.
He comenzado diciendo que no hablaría con todos ustedes sino con cada uno. Es lo que me encantaría que hiciéramos ahora. Y es un ejemplo de lo que debemos hacer con la dignidad: no asegurarla para todos, porque todos es una abstracción, sino para cada uno.
([2]) Fundador y Presidente Honorario del Instituto Internacional de Derechos Humanos para las Américas.
Autor del “Tratado Internacional de Derechos Humanos”, obra de ocho tomos cuyos primeros cuatro han sido editados el pasado año, y en cuyo texto luce el proyecto de “Código de Derechos Humanos”. Asesor Experto en Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas.